jueves, 18 de octubre de 2012

Cuento: El pan con mantequilla de mi abuela

EL PAN CON MANTEQUILLA DE MI ABUELA
M:.M:. Gerardo Bouroncle Mc Evoy
Los aromas y olores son algo que al ser humano lo han cautivado desde siempre, no solo nos enseñan a diferenciar los elementos de la naturaleza, nos enseñan también a identificar y a conocer gracias a la nariz nuestros alimentos e inclusive a las personas. El olor es algo que activa muchos centros neuronales en nuestro cerebro, uno de ellos que definitivamente se pone de manifiesto cuando podemos percibir un aroma es el del recuerdo y la remembranza; el olor es capaz de transportarnos a miles de kilómetros a una ciudad, como también a muchos años atrás en nuestras vidas hasta nuestra propia niñez.
Al oler ese pan por las tardes en la panadería de la esquina barranquita donde viví, mis años de infancia traen a mi mente instantáneamente a mi abuela sentada en la mesa del comedor preparándome ese manjar exquisito que en aquella época era esperado todas las tardes por mi y que hoy en día no pasa de ser un simple pan con mantequilla.
Mi abuela tenía el ritual de sentarse en la mesa partirlo con delicadeza y escuchar suavemente como ese crujido del pan hacía brillar mis ojos. Untar esa mantequilla casera que ella misma se encargaba de preparar juntando todas las natas de la leche de vaca que cada tarde el lechero llevaba en aquellas botellas de vidrio que dejaba en la puerta de mi casa.
Cuantos recuerdos se vienen a mi mente avivados solo por un insipiente aroma de pan; cuantos sentimientos se despiertan en mí al tratar de aclarar mis pensamientos y ubicarme nuevamente en aquella silla de madera del comedor de la abuela. Recordar dicen que es volver a vivir; yo creo que recordar es no dejar de vivir, es alimentar nuestra mente no solo con aquel sencillo pan con mantequilla, sino refrescar nuestra mente con los colores de aquel escenario, volver a ver los ojos de la abuela…………. cansados, con arrugas en los costados por haber parpadeado durante tantos años, abriéndose y cerrándose, aceptando y negando situaciones de la vida cotidiana, aprendiendo de ellos y quedando marcados en aquellas patas de gallo como condecoraciones de guerra por haber sobrevivido al tiempo.
Sentado en aquella silla vuelven las palabras de aquella señora sabia, que con los años fue perdiendo la memoria pero que seguía con su ritual del pan con mantequilla, porque sabía en su interior que alguien necesitaba alimentarse de ella, de sus manos, de su sabiduría y de su amor. Las historias que ahí me contaba parecían salidas del mejor libro de relatos digno ganador de un premio nobel; historias del abuelo, de mi padre cuando era niño, de la vida y la sociedad de su época, de las esperanzas y sentimientos de una chica adolecente de los años treinta. Como no recordar por lo menos una enseñanza suya en cada untada de mantequilla en aquel pan que era enriquecido por los constantes comentarios de una familia que enfrentaba la vida de una manera distinta, solo con lo que tenían a la mano, con la tecnología de un teléfono a cuerda y con una operadora del otro lado; con un automóvil solo utilizado los fines de semana porque el resto de días el abuelo iba a caballo a trabajar.
Cuánto hemos avanzado y cuanto no hemos aprendido, hoy llegamos a Marte, pero no somos capaces de llegar a la otra esquina sin un teléfono en el bolsillo; cuantas veces escuche la misma historia de la abuela contando que mi abuelo se sacó una muela con un viejo alicate y una botella de pisco; en aquel entonces me parecía una historia de terror, hoy que la recuerdo me parece la historia más tierna del mundo porque puedo comprender algo, de cómo era el temperamento y carácter de aquel señor que solo conocí los primeros años de mi vida y del que tengo un vago recuerdo; solo lo imagino sentado en aquel tronco en el patio trasero de la casa bebiéndose esa botella de licor y sacándose la muela. Qué acto tan heroico y a la vez tan absurdo.
Hoy por la tarde me senté a la mesa con un pan crujiente entre mis manos, quizás no tanto como el de mi abuela, pero en cada sonido escucho su voz; entrecortada y temblorosa los últimos años de su vida, preguntándome una vez más como me llamo y quién soy? Para luego darme ese pan con mantequilla con sus manos envejecidas por el trabajo y manchadas por el sol que cada mañana iluminaba su mente y ensombrecía su cuerpo.
Era entonces Un niño de diez años que no entendía esa enfermedad que le iba borrando la mente de a poco y esos bellos recuerdos que se le esfumaban trataba incansablemente de contármelos como si quisiese aferrarse a ellos, repitiéndolos para poder preservarlos en el tiempo y no se olviden ya que son el legado más grande de mi familia……………………..sus recuerdos y mis recuerdos.
¡Feliz cumpleaños abuela!.......hoy 100 años después de tu nacimiento, no puedo dejar de tenerte presente, recordando cada historia y anécdota que me contaste y que enriquecieron y alimentaron mi espíritu y mi vida, cada una de ellas han marcado el rumbo en mi accionar; el legado que uno tiene muchas veces no es leído de manera adecuada, pero cuando abrimos aquel libro de recuerdos, pues esa historia es nuestra, está en nuestros antepasados pegada en nuestros genes porque somos lo que ellos forjaron, somos la herencia viva de nuestros padres, somos la sucesión de la vida. Uno siempre está en el lugar indicado y en el momento indicado, a mi me toco estar con aquella señora de cabellera blanca y amarrada con una vieja liga en su pequeña cabeza, con manos temblorosas y al final de su vida casi temerosas de cortar un simple pan para no hacerse daño; pero siempre con una historia que mantuvo vivo mis ganas de luchar, porque ella llego ahí también en el momento indicado para poder enseñarme lo que es ser una persona Buena.

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